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Terror a la nueva normalidad

  • CRÓNICA
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Un enemigo microscópico, silencioso y mortal ha sido el tema más relevante de conversación en la mesa, donde algunos de los padres de numerosas familias, se despidieron este 2020 con una bata blanca o esperando el turno en las afueras de un centro médico, junto a personas que lloran trasladando el féretro de un familiar fallecido, envuelto en fundas negras de plástico, cubiertas de cinta de embalaje, cual encomienda hacia el más allá.

Todo comenzó en el mes de diciembre del año 2019, a pocos días de dar la bienvenida al tan anhelado año nuevo. Los canales de televisión hablaban de una posible pandemia mundial, algo totalmente desconocido para esta generación. Por otra parte, la liturgia de los últimos días del año afloraba en los abrazos por las festividades, el aroma a pavo horneado que inundaba la atmósfera, los gritos y risas de los niños en los hogares que, tras un largo año, se volvían a reunir en casa de la abuela. Las centellantes luces navideñas y las compras a último momento eran el pan de cada día en esas fechas mientras apagábamos el televisor pensando en que esas “enfermedades chinas” jamás tocarán nuestra puerta tricolor.

Los días transcurrieron, las noticias afirmaban que el virus se estaba apoderando de otros países, cual conquistador romano sediento de territorio y poder, comenzamos a tomar atención a lo que sucedía, pensando aún que quizá no llegue a nuestro país, peor aún a mi pequeña parroquia. Las alarmas despertaron a los millones de ecuatorianos con la noticia de que el enemigo silencioso había penetrado nuestro territorio. El 29 de febrero del 2020, la agonía empezó, sentimos como el aguijón del virus comenzó a infectar nuestro país, una paciente de avanzada edad fue diagnosticada con el virus e ingresada de emergencia a una casa de salud, quien había llegado de España al Ecuador el 14 de febrero del 2020, como un irónico detalle del destino por el día del amor y la amistad.

Una crónica para nunca olvidar el pasado


El gobierno buscaba la manera de extinguir la llama de las críticas mediante una cadena nacional, en un intento cáustico y publicitario de lavarse las manos. El día 29 de febrero, lanzaron en todos los medios la campaña Activados por la Salud, un espacio en el que la entonces Ministra de Salud, Catalina Andramuño, hablaba a la población con el discurso módico de que “hicimos lo que pudimos”. Eran los primeros días de marzo y la población infectada se incrementó porcentualmente, mientras que el día 13 del mismo mes, la paciente cero había fallecido por síntomas del virus. Al día siguiente, falleció la hermana de esta, cuya noticia marcó el principio del terror y tan solo un mes después, se registraron 1924 casos con 58 víctimas mortales.


El Gobierno Nacional, la noche del lunes 16 de marzo, decretó el estado de excepción con la premisa de que nos encontrábamos enfrentando una “guerra silenciosa”. A través de una cadena nacional, se informó a la población un horario en el que se podía realizar actividades cotidianas. Desde el principio sabíamos que era una medida necesaria, pero eso no le quitó el sabor a reclusión penitenciaria y comenzamos los primeros días a memorizar cada lugar de nuestros hogares, como una plegaria aprendida en la niñez. La paranoia se comenzó a apoderar de las calles y miles de personas se lanzaron a los supermercados en una búsqueda ansiosa de llegar a tener provisiones para lo que se venía, mientras un minúsculo grupo de personas, llenaban sus carritos de compras con papel higiénico, un momento en el que salió a relucir y dar pompa, la verdadera inteligencia de ciertos seres humanos. Las noticias inundaban las redes sociales, la gente hablaba del virus como un artista que acababa de lanzar un éxito mundial. Las personas en la calle caminaban de un lado a otro, durante el tiempo que se podía salir, apresurados y concentrados en lo que iban a hacer, mirando al que pasa por alrededor para evadirlo con una distancia considerable.


Observábamos a personas que parecían conocidas en la calle, más el miedo de saber si están o no infectados nos hacían pasar por unos completos irrespetuosos. Nadie se saludaba con la alegría que solía ser el atractivo principal de una parroquia pequeña, no había transporte público, no había clientes en los almacenes de ropa o electrodomésticos. El valor de tener comida y una poma de alcohol desinfectante en casa se había vuelto indispensable, la riqueza radicó sus primicias en la salud, porque el virus no respetaba ningún tipo de clase social o económica, y por primera estuvimos todos a la misma altura frente a un juez desconocido por el mundo que hacía y deshacía a sus anchas. Nadie podía decir lo contrario y no había manera de atacarlo, solo podíamos huir. El salir a buscar el pan de cada día se volvió un reto personal. La determinación al llevar a cabo una tarea, era de suma importancia, un pequeño margen de error y llevabas a la mismísima muerte a casa contigo. Mantener el cuerpo alejado del virus cada día, era un trabajo agotador, más aún si eras médico o servidor público de primera línea, mientras atendías a un paciente, la vida de tu familia se exponía como si todos estuvieran dentro de cuidados intensivos, es por eso casi todas las familias se distanciaron. Si llegabas a enterarte de que estabas contagiado, lo guardarías como un secreto altamente confidencial, porque, aparte de la pandemia, el terror y la ignorancia, jugaban a la rayuela fuera de casa, dibujando siluetas de muertos en las aceras, riéndose del miedo y haciendo banquetes en la penumbra. La persona portadora del virus se volvía un incansable creyente que colocaba sus plegarias en las cuatro paredes de su habitación de hospital que parecía un calabozo de condenados a muerte.


En un intento de proteger a su familia, no les permitían el paso ni acercarse, se había exiliado a la isla de los leprosos con un puñado de esperanzas de poder regresar a casa, sano y salvo. Algunos salían, otros encontraban el amanecer de una noche lluviosa, cuando el aliento de vida abandonaba sus delicados cuerpos en forma de una tos seca y las percusiones persistentes de un respirador.

Cada día que pasaba era un claro motivo de agradecimiento si tu condición era la mejor, la guerra silenciosa estaba en todo lugar, desde una barandilla en el parque, hasta un “hola” de tus mejores amigos. No conocíamos al enemigo, solo sabíamos cómo actuaba y lo que hacía. El miedo se apoderó cuando alguien estornudaba en un lugar público, la gente expectante alrededor se alejaba con alevosía, mientras en sus mentes hacía de ti, un leño caído con el cual hacer una hoguera.

Pasado unos meses del inicio del caos, los horarios se hacían más flexibles, ya no tenías que regresar corriendo a casa si veías en tu reloj las 4:50 pm. Comenzamos a apreciar que el virus no solo se había llevado vidas humanas, sino también los negocios que quebraron cual dominós en medio de un juego de mesa. Las calles silenciaron sus estruendosas canciones para atraer clientes, el aroma a diversos platillos ya no estaba presente en la atmosfera, los plásticos transparentes dividían las realidades de la gente. En el taxi se silenció aquella amena conversación que empezaba con la típica pregunta “¿Qué calor que hace no?”. La gente caminaba errante en medio de la incertidumbre de que al siguiente día, el negocio en el que trabaja cierre de manera indefinida. Emprendimientos y proyectos de la gente trabajadora que encunaban sus sueños y les daban de lactar como a un bebé recién nacido, murieron y sus huesos fueron repartidos entre sus colaboradores, su memoria y anécdotas finalmente culminaron su vida siendo archivadas en el álbum de los malos momentos.

Especial coronavirus: la nueva normalidad.

Mensajes recorrían las redes sociales, hombres y mujeres mostraban sus lágrimas que acariciaban sus rostros marcados por el uso excesivo de visores. Sus semblantes destrozados por la intensa labor de meses, sus manos que se fusionaban con el color de los guantes de látex, decían a grandes voces “Quédate en casa”. Ángeles y soldados caídos que encontraron el final de sus historias haciendo lo que más les gusta, trabajar por el bien común, libertarios y nobles que dieron su vida por nosotros.

La historia del Covid-19 no podemos olvidar, sino debemos educarnos para el futuro."

Miguel Dávila
  • Redactor

Por primera vez en la historia entendimos el verdadero valor de un abrazo, un “te quiero”. No nos alcanzó el tiempo de abrazar la última vez a aquellas personas especiales, de pedir disculpas aquel familiar lejano, extrañamos profundamente nuestro lugar en la universidad, el sol incansable de la ciudad, el ruido de la gente riéndose, las rebuscadas palabras del vendedor ambulante que contaba sus penas en el bus para ganarse el pan de ese día. No es lo mismo saludar a una pantalla, escuchar la voz de un maestro en una clase virtual, no se sienten sus gestos, hay poca ilusión de saber algo nuevo. El terror a la nueva normalidad nos abrió los ojos a lo que más importa, la gente, el amor, la familia, la salud y los amigos.



Hoy en día, seguimos en emergencia, y la cantidad de infectados supera los 400 mil y hay más de 19 mil muertes. Nadie nos advirtió de lo que iba a pasar, nadie estuvo preparado, pensamos que no iba a tocar nuestra puerta, supimos que fue realmente serio cuando nos informaban que el vecino, quien se veía muy bien, la señora de la tienda que mantenía una asepsia implacable y el tío lejano, habían hecho sus maletas, tomaron su ticket para emprender el último viaje sin retorno.

Ahora tenemos vacunas, unas eficientes y otras en época de prueba, un respiro debajo del agua donde nos estábamos ahogando. Se pueden ver los primeros destellos le luz luego de esta noche larga y fría llamada pandemia. Muchos se fueron, grandes voces se apagaron, profesionales dejaron su el título otorgado por sus estudios colgado en la sala de sus hogares, periodistas dejaron sus tazas de café enfriándose hasta la perennidad, médicos colocaron su estetoscopio y bata en sus consultorios, taxistas dejaron las llaves de sus unidades sobre la mesa, militares reposaron sus armas en los estuches, zapateros dejaron secar el pegamento de las zuelas, carpinteros dejaron su cincel en el taller, músicos guardaron sus instrumentos y docentes dejaron de impartir su conocimiento. Un tiempo en el que conocimos a la muerte de cerca y le guardamos respeto, un tiempo de terror a la nueva normalidad.

Estimados lectores gracias por llegar hasta aquí, por dedicar su valioso tiempo para leer y compatir estas sentidas palabras que reflejan la esencia o filososfía de nuestra revista.

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