Un monstruo de hierro con pulmones de vapor
Aquel 25 de junio de 1908, la locomotora no solo descendía se abría paso por la espina dorsal de los Andes como una criatura mítica, un monstruo de hierro con pulmones de vapor que exhalaba humo y promesa. Su silbido, ronco y persistente, rompía el silencio milenario de las cumbres, anunciando el arribo de una nueva era.
Entre la niebla y los riscos, sus ruedas devoraban kilómetros, no solo de distancia, sino de aislamiento y olvido, en sus entrañas metálicas, el corazón de un país entero latía de manera distinta, con una cadencia febril y esperanzada, el tren no llegaba meramente a Guayaquil traía consigo el aliento impetuoso de un siglo que se inauguraba, una modernidad que al fin tocaba las puertas de una nación postergada.
EL TREN NO SOLO TRANSPORTABA CARGA; ARRASTRABA HISTORIAS, VIDAS, ANHELOS, SOBRE LOS RIELES VIAJABAN LAS PAPAS DE LA SIERRA, TUBÉRCULOS HUMILDES PERO VITALES; EL CACAO COSTEÑO, GRANO DE ORO QUE CRUZABA EL PAÍS PARA LLEGAR A MERCADOS LEJANOS.
En el andén, bajo el sol húmedo y pegajoso de la costa, la expectación era casi palpable, entre el murmullo creciente de la multitud, los vítores que estallaban como pólvora, el frenético agitar de pañuelos y los ojos incrédulos, deslumbrados, un hombre se irguió, con su inconfundible sombrero blanco y una sonrisa que se debatía entre el cansancio de años de lucha y la euforia del triunfo.
“Eloy Alfaro, el Viejo Luchador, el soñador incansable de rieles, levantó la mano, era un gesto que trascendía el simple saludo era el saludo a una nación que por fin, se atrevía a tocar, a sentir y a abrazar el futuro con todas sus fuerzas, no era entonces solo la llegada del tren era el inicio sin retorno de otra historia”.
Durante siglos, Ecuador había sido una geografía fracturada, una tierra de abismos intransitables y silencios ensordecedores donde los pueblos crecían aislados, ajenos los unos a los otros, separados por montañas insalvables y por la indiferencia.El tránsito entre la sierra y la costa era una odisea de días, a lomo de mula, entre senderos polvorientos y peligros ocultos pero aquella, línea férrea, que venía serpenteando desde Quito como una arteria vital, bajando por páramos ventosos, valles profundos y precipicios vertiginosos, empezaba a coser el territorio, era como una herida que por fin encontraba su cicatrización, una costura de acero que unía lo que antes parecía imposible de unir.
La expectación era universal, en Riobamba, los niños abandonaban las aulas en estampida, lanzándose a las calles al grito unánime de "¡viene el tren!", como si se tratara del avistamiento de un cometa, de un fenómeno celestial, o la aparición de un animal sagrado que se anunciaba con un silbido metálico. Su llegada era una fiesta, un acontecimiento que se grababa en la memoria infantil y colectiva. Más abajo, en Alausí, el monstruo de acero se enfrentaba a su mayor desafío: la temida “Nariz del Diablo”. Un tramo de vértigo puro, una pared rocosa donde los ingenieros de medio mundo habían declarado la imposibilidad de la obra. Pero allí, contra toda lógica y desafiando la gravedad misma, el tren descendía en zigzag, en un ingenioso sistema de cambios de marcha, aferrado a la roca como una esperanza obstinada, una promesa inquebrantable de progreso como la voluntad humana venciendo a la naturaleza imponente.
Pero esta epopeya no fue gratuita. La obra había costado vidas, un tributo silencioso y doloroso al progreso. Muchos no llegaron a ver el silbido triunfal del primer tren; sus vidas quedaron truncadas en el fragor de la construcción. Murieron colgados de sogas precarias en paredes de piedra, bajo el sol inclemente o la lluvia incesante, en el desentrañar de túneles a pura dinamita y sudor. Jamaiquinos, con su fortaleza y su canto. Indígenas andinos, con su conocimiento ancestral de la montaña y su resiliencia. Ingenieros norteamericanos, con su visión y su técnica. Todos, sin distinción, desafiaron la montaña indómita y la indiferencia de una época que a menudo olvidaba a sus héroes anónimos. Cientos quedaron sepultados en el lodo de los aludes, o en el olvido de las estadísticas, pero sus manos quedaron allí, fundidas en cada clavo que aseguraba el riel, en cada durmiente de madera que soportaba el peso del progreso, en cada tramo de vía que, pedazo a pedazo, unió las tierras del sol radiante de la costa y la neblina eterna de la sierra, su sacrificio fue el cimiento de ese sueño de hierro.
Con el paso de los años, el silbido vibrante y omnipresente del tren, que había sido la banda sonora del progreso, se fue apagando, la modernidad trajo consigo nuevas formas de transporte llegaron las carreteras sinuosas, los camiones ruidosos, la prisa desenfrenada que no se detenía en cada estación. El ferrocarril, que alguna vez fue el nervio central del país, fue quedando relegado a un rincón de la nostalgia, a un recuerdo agridulce. Lo devoraron la burocracia ineficiente, la desidia de las administraciones que no supieron valorar su legado y, quizás lo más triste, los discursos vacíos que nunca lograron entender que un país no solo se mueve con motores y cemento, sino también con memoria y con el eco de sus grandes gestas.
Pie de Foto: Eco de las balaceras lejanas y el tren.
Y sin embargo, hay luz. A veces débil, pero constante. En medio de los pasillos silenciosos, del eco de las balaceras lejanas y de los murmullos de precaución, emergen historias de esperanza. Algunos estudiantes sueñan con ser médicos, otros con ser ingenieros, periodistas, artistas. Hay quienes hallan refugio en la música, en el fútbol o en el teatro escolar. Para ellos, la escuela no es solo un espacio de aprendizaje; es un refugio, un escudo, una trinchera contra la desesperanza. Su voz, aunque se quiebra por los años, no se apaga, porque lleva consigo la llama de esa memoria. Porque hubo un tiempo no tan lejano, apenas un siglo en que Ecuador no era un país fragmentado por montañas y distancias insalvables, sino unido, indisolublemente, por un tren que respiraba, que avanzaba y que, a cada golpe de pistón, soñaba con un futuro para todos.
En Alausí, el monstruo de acero se enfrentaba a su mayor desafío: la temida Nariz del Diablo”.
Hoy, en algunas plazas de pueblos olvidados por el tiempo, descansa una locomotora restaurada, pulcra y silenciosa, como una estatua imponente de otro tiempo, un vestigio de gloria pasada. Un tramo de rieles oxidados, cubierto por la maleza, atraviesa el monte como una cicatriz dormida sobre el paisaje, un recordatorio melancólico de lo que fue y en las fiestas del pueblo, bajo la luz de los faroles, algún abuelo de ojos cansados y voz temblorosa, pero llena de vida, aún cuenta a los más jóvenes cómo fue la primera vez que vio pasar el tren.
Pie de foto: El tren llega a Salinas de Ibarra.
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