Una crónica social
Cada mañana, cuando el despertador suena en algún barrio del sur de Guayaquil, comienza una odisea silenciosa. No es solo el uniforme bien planchado ni los cuadernos listos lo que acompaña a cientos de adolescentes, sino una sombra espesa, densa, que se cuela por las rendijas de sus casas: el miedo. Ese que se vuelve rutina, que ya no se grita, solo se arrastra en los pasos apurados rumbo a la escuela.
En sectores como el Guasmo, Nueva Prosperina o Bastión Popular, estudiar dejó de ser un derecho garantizado por el Estado para convertirse en un acto de resistencia diaria. Porque allí, en esos barrios donde la vida se mide por balas y no por campanazos escolares, asistir a clases implica cruzar un campo minado, invisible pero real. A veces, la distancia entre la casa y el aula es de apenas tres cuadras, pero puede sentirse como un corredor de guerra. Cada esquina, cada tienda cerrada, cada motocicleta que pasa lentamente puede ser una amenaza. El trayecto, breve en kilómetros, se vuelve largo en temores.
A VECES, LA DISTANCIA ENTRE LA CASA Y EL AULA ES DE APENAS TRES CUADRAS, PERO PUEDE SENTIRSE COMO UN CORREDOR DE GUERRA. CADA ESQUINA, CADA TIENDA CERRADA, CADA MOTOCICLETA QUE PASA LENTAMENTE PUEDE SER UNA AMENAZA. EL TRAYECTO, BREVE EN KILÓMETROS, SE VUELVE LARGO EN TEMORES.
Desde que la violencia armada se enquistó como un tumor en las entrañas de los barrios populares, la educación empezó a perder terreno. No por falta de voluntad, sino por exceso de riesgo. En muchas unidades educativas, los horarios se han reducido, las clases se dan por videollamada, y las actividades extracurriculares –esas que nutrían el alma más allá del currículo– fueron canceladas sin aviso. No por falta de interés, sino por advertencias. A veces anónimas. A veces evidentes.
“Cuando suenan disparos cerca del colegio, bajamos las cortinas y nos tiramos al piso”, relata una docente que prefiere mantenerse en el anonimato. Enseña en una unidad educativa fiscal del oeste de la ciudad, donde las paredes de las aulas, alguna vez decoradas con dibujos y frases motivadoras, ahora ocultan historias de terror cotidiano. “Los estudiantes ya lo hacen por instinto. Nadie les enseñó a reaccionar así. Lo aprendieron sobreviviendo”.
Los docentes no están exentos. A algunos les han exigido entregar listas de asistencia; otros han recibido amenazas veladas por intentar organizar excursiones o eventos culturales. A pesar del miedo, muchos siguen asistiendo cada día, con la convicción de que la educación es, quizás, la única herramienta real para romper ese círculo vicioso de violencia y abandono.
El Ministerio de Educación, en conjunto con la Policía Nacional, ha desplegado operativos en los alrededores de colegios ubicados en zonas críticas. Pero los esfuerzos, aunque visibles, resultan insuficientes. La presencia policial a las puertas de las instituciones no impide que el peligro se deslice por las rendijas del entorno. “El problema no está solo en el colegio”, explica el rector de una institución educativa al norte de la ciudad, “sino en el camino, en las casas, en las esquinas. El colegio es una isla, pero está rodeada de aguas turbulentas”.
Pie de Foto: Acción y reespuesta del Estado.
Y sin embargo, hay luz. A veces débil, pero constante. En medio de los pasillos silenciosos, del eco de las balaceras lejanas y de los murmullos de precaución, emergen historias de esperanza. Algunos estudiantes sueñan con ser médicos, otros con ser ingenieros, periodistas, artistas. Hay quienes hallan refugio en la música, en el fútbol o en el teatro escolar. Para ellos, la escuela no es solo un espacio de aprendizaje; es un refugio, un escudo, una trinchera contra la desesperanza.
No basta con hablar de paz. Uno debe creer en ella y trabajar para conseguirla.
Guayaquil hoy es una ciudad fragmentada entre el miedo y la voluntad de seguir adelante. No todo está perdido, aunque mucho duela. Mientras en otras partes del país la educación es rutina, en los barrios sitiados es un acto de fe. Una apuesta, un desafío. Cada día, miles de niños y jóvenes caminan –o corren, o se ocultan– para llegar a sus aulas. Con los cuadernos bajo el brazo, los ojos atentos y el corazón latiendo fuerte. Van con una consigna silenciosa, que no necesita pancartas ni discursos: sobrevivir para seguir aprendiendo.
Pie de foto: Voces por la paz.
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